miércoles, 23 de marzo de 2016

Nosferatu (1922)

No había Premios Oscar en ese tiempo.

F. W. Murnau introdujo en el mundo del cine al primer vampiro de la historia del cine: Nosferatu. Su nivel de maldad era comparada con la poesía que desplegaba, su fealdad era igual al terror que infundaba. Aunque en la actualidad aquel personaje ya está obsoleto, es innegable que en su tiempo causó un miedo terrible entre el público.

“¿Pero quién carajos es Nosferatu?”, dirán los niños de ahora y aquellos que solo conocen al vampiro de Twilight -aquel vampiro ridículo que brilla, asiste a la escuela, se enamora de una emo y tiene rivalidad con hombres lobos-. Nosferatu era un personaje poético e inconfundible: aquella nariz inmensa y deforme, aquellos dedos largos y torcidos, aquellos colmillos y sobre todo, su desconcertante rostro. Nosferatu es digno representante del expresionismo alemán.

El guión fue basado en el mítico libro de Bram Staker y modificado por Henrik Galeen. Es cierto que posteriormente hubo mejores vampiros como el de Gary Oldman en Bram Stoker’s Dracula o el de Béla Lugosi, pero sin la extravagancia del personaje de Max Schreck, estos vampiros no hubieran existido o no hubieran sido perfeccionados.

Hutter (Gustav von Wangenheim) es un noble ciudadano alemán que recibe una irrechazable oferta por parte de un misterioso personaje llamado Knock: deberá ir a Transilvania para convencer a un conde (Max Schreck) de comprar el castillo que está frente a su casa. Luego de un largo viaje llega a su destino. Nada es lo que parece. Al descubrir la identidad del conde y sus intenciones, decide a toda costa regresar a su ciudad natal y salvar a la persona a quien más quiere.

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