jueves, 11 de agosto de 2016

The Gods Must Be Crazy (1980)

Ninguna nominación al Oscar.

Pintaba como obra maestra en la primera parte gracias al relato brillante de voz en off, parecía un documental serio sobre contraste africano entre la naturaleza y la civilización. Cuando Steyn (Marius Weyers) aparece en escena descubrimos que la película de seriedad no tiene nada y gracias a sus torpezas al estilo del chavo del 8 nos enrumbaremos en las situaciones más estúpidas pero hilarantes.

Muy aparte de las escenas cómicas y de las suculentas escenas en que Kate (Sandra Prinsloo) se queda en ropa interior, el modo de retratar la cultura africana es estupenda. En medio de las bromas nos enseñan un mundo desconocido, un mundo donde no hay problemas a pesar que no hay agua, donde uno no consume lo que está de moda ni lo que no necesita, un mundo donde no hay reglas pero no hay crímenes, un mundo donde no hay maldad ni culpas, un mundo paradisíaco e imposible de vivir para los civilizados. 

Brillante la escena en que cae una botella de soda del cielo y ellos piensan que es un regalo de los dioses, al ver que era de mucha utilidad, todos se disputan su uso y todo lo negativo empieza nacer (envidia, rencor, egoísmo e insensibilidad). ¿Acaso somos esclavos de las cosas materiales? ¿Acaso hacemos cosas en perjuicio del prójimo por propiedades? La escena en que el líder de la comunidad, Xi (N!xau), decide irse al fin del mundo para devolver a los dioses aquel objeto “maligno” es un metáfora del camino de Jesús en el desierto y la parte cuando se encuentra con un hombre poderoso y le dice que si quiere ir al paraíso debe desprenderse de todas sus pertenencias, algo muy difícil de hacer en la actualidad, casi imposible.

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